No alcanzó a abrir la tapa del libro que llegó aquella mañana desde la editorial. El sobre decía claramente el nombre de su marido bajo el destinatario, pero ella era su esposa después de todo. Siempre había abierto primero las copias que le enviaban, lo que nunca había molestado a su esposo. No era una ávida lectora, sin embargo, quizá por un extraño sentimiento de deber, solía leer todo lo que su esposo escribía. Y le gustaba, o eso creía, pero puede ser que de lo contrario se hubiese sentido culpable. Así actúan las esposas a veces, o los amigos, o cualquiera que se diera más a la compasión que a la dureza.
Retiró el envoltorio con cuidado; lentamente jaló la cinta adhesiva; estiró los pliegues como si, de cierta forma, tuviera la lejana intensión de volver a ponerlo en su lugar sin que él se diera cuenta. Luego deslizó fuera el libro y se detuvo a contemplar la portada. Una silla apenas iluminada en medio de la oscuridad, con una mujer sumida en la sombra sosteniendo en la mano una copa quebrada.
No alcanzo a abrir la tapa del libro para saber de lo que se trataba. Se lo dijo el vértigo que sintió cuando una mano invisible e implacable la arrastro hasta el centro de la tierra. Hundida bajo el peso de la verdad. Lo peor de todo, es que no había sido él quien le había mentido, al final (lo sabía con claridad) había sido ella misma la que pasó por alto quién era realmente el hombre con quien se había casado. Él no era un mentiroso. Ella sí. Y lo odiaba por eso. Porque, al final, él la arrastro a eso. Él, con su sequedad aturdidora, con su lenguaje perfecto y su labia convincente. Él, con su seguridad narcisista y su mirada penetrante que no discrimina lo bueno de lo malo, lo secreto de lo público, porque para él todo es digno de ser recordado y relatado. Sólo existe un adjetivo en su vida: Interesante. No importa si se jode a alguien en el camino.
Leyó la primera página, y lo cerró para siempre. Con ira arrancó las hojas dejando en la habitación un reguero de papel picado. Tomó un cuchillo de la cocina y se sentó frente a la puerta de entrada a esperar que llegara de su “borrachera editorial”. Esta vez no lo pasaría por alto. Esta vez sí la escucharía, oh si, la escucharía. Toda una vida actuando como la esposa perfecta. Creyendo que juntos habían dejado el pasado atrás. Pero el jamás lo había olvidado, y ahora se lo restregaba en la cara, la exhibía desnuda ante el mundo entero. Pero esto no se iba a quedar así. Dios sabía que no se quedaría así.
Intercuento
20090416 | Vomitado por Carpenter a las 21:55 1 comentarios
Naturaleza: Cuentos
El combate
Las nubes púrpuras repletaban el cielo ocultando tras ellas un sol anaranjado. Entre los abetos, el caballo negro cabalgaba a toda velocidad, mas por temor que por las ordenes de su jinete. Sus crines se balanceaban lanzando al aire gotas de sudor que se estrellaban en el rostro de la joven Amalia. En las alturas un halcón los seguía, anunciando la presencia del peligro. En ese instante Andréu, supo que de esta no saldría con vida. Maldición, lo único que se le ocurrió fue que su hija se quedaría sola.
- Amalia…no temas… - trato de susurrarle al oído, pero su voz se perdió entre los golpes de herradura.
Tras ellos, todas las aves se alzaban en vuelo, el bosque entero se cargaba de un terror que estremecía incluso las raíces de los árboles. Al llegar a un claro, el caballo resbalo entre las hojas que tapaban el fango. Un rugido atronador paralizo el tiempo por completo. La criatura les había alcanzado. Andréu se incorporo de inmediato desenfundando su espada. Su rostro adquirió de inmediato una severidad y una paz que solo se obtienen con los años y el combate. Cada uno de sus movimientos estaba ahora inmersos en la concentración de la batalla. Olvido por completo el dolor en su pierna. Sopesaba los ojos de su enemigo, pequeños y negros, hundidos en las cuencas de su rostro alargado. El berserker se alzó frente a él, brutal, imponente. Su larga cola se bamboleaba de un lado a otro reflejando el cielo. Sus cientos de pequeños dientes le conferían el aspecto terrible de algo parecido a una sonrisa burlona. Sus manos extendidas, movían los dedos como un vaquero apunto de desenfundar su pistola.
Andréu se volteo hacia su hija, y con una mirada le dijo todo lo necesario. Todo lo que ella ya sabía. Ella por su parte, le devolvió la mirada tratando de decirle que no, que aun había oportunidad, que ella también podía combatir, que huyeran juntos, que la ciudad no estaba lejos… que no la abandonara. Sin embargo, cuando su padre daba una orden, no había pero que valga. Amalia subió al caballo. Su padre se quitó el guante de cuero y se lo entregó, luego golpeo al caballo que partió a toda velocidad hacia la ciudad.
El sol se ocultaba entre las montañas, y las lágrimas de la chica caían sin cesar. El viento transmitía rumores de copa en copa, se contaban sobre lo ocurrido. Se compadecían de los pobres humanos. Amalia volteo una ultima vez, para ver, a lo lejos, la figura de su padre, luchando contra la bestia. Quiso volver, pero el caballo no le hacia caso. Él sabía mejor que nadie lo que su amo deseaba. No podía fallarle, desde ahora, debía cuidar a la muchacha. Era lo único que podía hacer por él.
Cabalgaron alrededor de diez minutos. Amalia trataba de convencerse de que su padre lo lograría. Después de todo, ya muchas veces lo había hecho. ¿No era él Andréu Salieri, el gran cazador?. Pero la herida en su pierna... y la enfermedad que le consumía desde hacia un par de meses. Mierda… luchó contra su imaginación cuando en su mente se proyecto el horrendo final que le esperaba a su padre. Ya lo había visto antes… los berserkers no mataban como las otras bestias salvajes… eran extrañamente malvados. Como si disfrutasen ver sufrir a sus victimas. Criaturas surgidas desde el mismo infierno. Finalmente, la lagrimas terminaron por apagar sus ansias de volver y la muchacha dejo que el silencio mortuorio del bosque la cubriera con su manto de resignacion.
Vomitado por Carpenter a las 10:41 0 comentarios
Naturaleza: Cuentos
El desconocido
Y en ese instante, su cuerpo se estremeció por completo. Un escalofrío que le recorrió la espina y se alojo en sus pechos le impidió articular palabra alguna. La mano le temblaba, sudaba frío, su respiración estaba agitada y su corazón a punto de estallar. Abrió levemente la boca temiendo perturbarlo siquiera un poco. Sentía los labios secos y la lengua inquieta. Tuvo miedo de abrir los ojos. Sabia cuan cerca estaba él. Su sangre ya le reventaba las venas y una explosion de adrenalina repleto sus sentidos cuando la tomo por el cuello. Entonces lo beso… por primera vez lo besó. Lo besó con la avidez de quien sabe que no hace lo correcto.
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Cuento viejo
Vomitado por Carpenter a las 10:30 0 comentarios
Naturaleza: Cuentos
La Llanura Infinita - Parte 1
Desde las montañas que rodean la Llanura se puede divisar la Escalera. Es ahí donde los incautos son atrapados por la ilusoria sensación de que la distancia no es gran cosa. Desde las montañas que rodean la Llanura se puede divisar la Escalera, pero no a los miles de viajeros que se han internado en ella.
Ya no saben cuánto tiempo llevan caminando. ¿Años? ¿Meses? Quizás solo un par de días. El tiempo aquí es irrelevante. Casi todo es irrelevante en la Llanura Infinita.
Fotografia XPQ
20090207 | Vomitado por Carpenter a las 12:07 0 comentarios
Naturaleza: Cronicas, Cuentos, De la mente a la tecla...
De origen desconocido.
Todo comenzó… no les mentiré, no tengo idea de cómo comenzó y apostaría mi pellejo a que nadie sabe como comenzó.
Era febrero. Buenos Aires ardía bajo un sol de esos que son pura luz. Que se ocultan entre las nubes asesinando tu cordura y empapando tus pies. La noche anterior había llovido y los relámpagos que entraban a ratos por mi ventana no me dejaron pegar un ojo. Me fumaba un cigarrillo en el patio interior del hostel, dejando los minutos pasar; observando a la preciosa chica sentada en el pc; pensando en las cervezas guardadas en el refrigerador… tratando de olvidar la distancia. Tratando de olvidar el olvido. Siempre he tenido que hacer un gran esfuerzo para no perder el peso y elevarme al espacio exterior. Trato de concentrarme en mi centro y enraizarlo hacia el centro de la tierra. Entonces frunzo el ceño y miro al infinito. Me imagino que la gente me mira extrañada y piensa que soy un tanto grave. Que soy un poco antisocial. Puede que no se equivoquen del todo. Pero en fin, me he desviado de la historia, para variar.
Corría una brisa que refrescaba un poco, o, al menos, se llevaba el humo del cigarrillo, lo que ya es aligerar un poco el ambiente. Entonces lo noté. Al principio creí que sólo se trataba de una de esas malas pasadas que me juega mi mente.
Las hojas de las plantas no se movían. No se mecían suavemente con la brisa como sería lo usual. No se movían ni siquiera un ápice, como sería lo usual.
Comencé a inquietarme. Era como si se hubieran detenido en el tiempo. Me acerque para examinarlas, como si creyera que tenían un desperfecto que yo podría arreglar, con la piel apretada reteniendo un escalofrío que me negaba a liberar. Fui entonces por un vaso de jugo para relajarme, pero no podía evitar mirar de reojo, a través de la puerta, la perturbante quietud de sus hojas. Sentía como si de ellas emanara el silencio aterrador del que he huido toda mi vida. La pesadilla constante del vacío que no estoy listo para enfrentar.
Nadie en el hostel parecía notarlo. Ella sequia en el pc sonriendo a las noticias que recibía de tierras lejanas. De vez en cuando, alguien atravesaba el patio en busca de un vaso de agua o algo de comer. Y yo no podía dejar de mirar las plantas con el corazón en la garganta. Sintiendo como alargaban sus invisibles tentáculos para arrastrarme con ellas a la nada.
Prendí otro cigarro y subí la escalera que conduce a la terraza esperando encontrar algo de aire. Arriba el sol me daba de lleno y el sudor me pegaba el pelo en el rostro. Miré el transito ininterrumpible de la av. Corrientes. A las cientos de personas atravesando impávidas las calles. Ajenas por completo a lo que se estaba gestando en el universo. El centro mismo de la tierra se había paralizado lanzando un último estertor que endureció hasta el más fino ramaje. Hasta la más diminuta de las raíces.
Me sentí atrapado. Todo Buenos Aires ardía y la muerte estiraba sus enredaderas en una sola dirección. La mía. Se enroscaba entre mis pies y me tragaba en la más absoluta calma sabiendo que yo no tenía a donde huir. Siguieron mis manos. El silencio era tragado por mis poros invadiendo cada célula. Despojándome de toda humanidad. Encerrando de a poco mi energía. Asesinando la inmortal esencia que llamamos espíritu. Cuando llegó al cuello dejé de luchar. No quedaba una gota de oxigeno en mi interior. La brisa mecía mi cabello y se me metía en los ojos. El calor danzaba sobre mi piel recordándome lo poco de ella que aun me pertenecía. Le siguió un crujido y luego, la Nada. La expansión infinita. La carencia absoluta de cohesión. De fuerza alguna que guiara mi inercia. La explosión de las partículas elementales que se disolvieron en el todo.
Entonces volví… y seguía sentado en el patio interior con el cigarro consumido hasta el filtro y la misma chica frente al pc. Y yo terminaba de escribir la historia más absurda de todas. Una sobre silencio y plantas que no se mueven.
No sé cómo comenzó todo. Quizás con un cigarro o un masetero lleno de plantas. O quizás una chica sentada en un pc. O quizás con el silencio. O quizás, solo quizás, con las plantas que, durante un instante extremadamente corto, se quedaron quietas.
20090205 | Vomitado por Carpenter a las 20:05 1 comentarios
Naturaleza: Cuentos
Dragones
La pequeña Amata no dejaba de llorar. Su padre golpeaba con una pala el candando del granero mientras su madre la sostenía en brazos.
- Dile a papa que no le haga daño – suplicaba la niña.
- Vamos Amatina, porque no le dices que es lo que hay ahí dentro – decía la madre mientras trataba de tranquilizarla – ¡Eh Dino!, solo debe ser otro cane que la niña encontró por ahí.
- ¡Ya le he dicho mil veces que no traiga más animales! – exclamó el padre - ¡que con vacas, puercos y patos ya nos basta!
Después de un buen rato forcejeando con la pala al fin cedió la cerradura. La luz inundó el interior del granero pero nada logró ver el padre. De pronto un alarido rompió con la relativa calma de la granja y de entre los fardos de paja salió tambaleante un pequeño dragón. Su chillido, que parecía provenir del mismo infierno, provocó un intenso escalofrío en los padres de la niña.
- ¡Es un bebé papá!, ¡es un bebé! – Lloriqueaba la niña – No nos hará daño.
El padre estaba atónito, apenas dio un paso atrás y tropezó con una piedra. El pequeño dragón no tenia fuerzas ni para sostenerse de pie, pero su chillido era tan vigoroso que el terror atravesó al granjero por completo.
- Lo… trajiste… trajiste un… Dios mío… - dijo entre dientes.
Pero era tarde para lamentarse, la granja estaba ya rodeada por dragones buscando la cría que habían perdido. Se acercaban a toda velocidad atravesando las siembras y posándose sobre el techo del granero, sobre la casa y en las caballerizas. Extendían sus alas para infundir aun más terror, como enormes buitres vigilando su comida. Sus pequeños ojos se movian rapidamente entre la pequeña criatura y los humanos que parecian amenazarla. La madre no dejaba de tiritar mientras sostenía a la niña contra su pecho. El padre se giró hacia ella buscando los ojos de la hija. Nos mataste, era lo que quería decirle. Pero la mujer se volteó para ocultarle a Amata el rencor de su padre.
- Es solo una niña Dino…
20090113 | Vomitado por Carpenter a las 22:34 0 comentarios
Naturaleza: Cuentos
El Suicida
¿Qué más daba? Ya le habían quitado todo, amigos, hermanos… a ella. El container se tambaleaba y las cajas a su alrededor caían como en una coreografía burlona. Los golpes le hacían imaginar un bombo de batería de algún viejo tema ya olvidado. Olvidado. Sonrió al pensar en eso. Un hombre no debía jamás sobrevivir a todo lo que conocía. A todo lo que lo conocía. Un hombre no debía jamás sobrevivir al olvido y sin embargo él lo había hecho. Nadie quedaba ya para llorar su muerte. Y no es que él haya llorado alguna, pues los hombres como él no lloran. No por ideas anquilosadas en arcaísmos absurdos, sino tan solo, porque nada parece ser motivo suficiente.
El odio lo invadía. Un odio tan profundo que hubiera hecho estallar a cualquiera. Un odio que no corría en ninguna dirección. Un odio al todo. Odiaba los ojos de Dios. Entonces, por una rendija miro al cielo y en un instante el odio reventó sus neuronas liberando un torrente de recuerdos – incluso inexistentes – y sólo uno se quedó en su retina. Algo que leyó alguna vez cuando el mundo era otro y sus sueños los mismos. Algo sobre un hombre genial, un hombre que le dio la respuesta a “eso” que lo atormentaba. Un hombre que, sin embargo, jamás conoció y cuyo nombre nunca pudo recordar.
Tomó la vieja escopeta y le metió el último cartucho que le quedaba. Puso la punta del cañón en su pecho, justo donde – se suponía – estaba el corazón. Había olvidado como se sentían los latidos… entre otras cosas. Cerró los ojos y respiro profundamente. ¡Tú no puedes despedirme! Yo renuncio…
Entonces tiró del gatillo.
El dolor fue tan intenso que apenas pudo sentir el estallido. Aún estaba con los ojos apretados cuando cayó en la cuenta de que seguía respirando. ¿Tan lenta era la muerte? Cuando los abrió, vio que su pecho estaba rojo, pero no sangraba. Lo único que pensó en ese momento fue en que el que le vendió los cartuchos era un maldito hijo de puta. La pólvora estaba vencida y no explotó con suficiente fuerza como para atravesarle los perdigones, pero si con el suficiente calor como para dejarle una quemadura que lo acompañaría hasta su muerte. Una marca por la que sus nietos harían preguntas y que observaría frente al espejo cada día de su vida.
Tiró la escopeta con todas sus fuerzas. Y entonces notó que ya no sentía odio. Muy por el contrario, lo invadía una paz inexplicable. Volvía a ser el de antes. Se reía a carcajadas pues no podía creer lo que acababa de suceder, pero un nuevo golpe contra las pareces del container lo devolvió a la realidad.
Se puso de pie, tomo su hacha y limpio sus botas contra la pantorrilla. Primero una y luego la otra, casi con elegancia.
A la mierda con ellos, pensó, a la mierda con todo. Y de una patada abrió la puerta. Afuera el sol brillaba con fuerza sobre nubes púrpuras. El primer golpe se lo asestó en la cola. El rugido fue atronador.
Sonrió una vez más.
Vomitado por Carpenter a las 22:30 0 comentarios
Naturaleza: Cuentos
No siento las manos
Puede que si… que este perdiendo la memoria. O quizás solo es que soy un poco distraído. Lo se, no es normal, ¿pero finalmente quien lo es? Ayer vino Don Manuel, preguntó por ti. Le dije que andabas de compras. Nos fumamos un par de cigarrillos y hablamos de los viejos tiempos. De mi padre. De cómo él y Martina salían en el coche de mi abuelo y corrían en la pista junto a la carretera. Dicen que Martina se pegaba a la puerta del copiloto agarrada del antivuelco y lo miraba como una serpiente alucinada toda la carrera. Que no pestañeaba ni un segundo. Dicen.
Don Manuel extraña los canutos que plantaba mi padre. Dice que eran plantas esplendidas, realmente preciosas. Dice que sabían muy suave y que te transportaban a otro mundo. Quizás Martina se había fumado algunas antes de la carrera. Ella siempre se fuma muchos porros. Si, su rostro adquiere entonces esa expresión angelical. ¿Puedes verla? Los labios levemente abiertos, sus enormes ojos de pestañas extremadamente crespas. Me mira, me mira. No se bien que es lo que me mira, pero es algo en mi. Quizás espera el momento en que muerdo el cigarrillo en las curvas demasiado pronunciadas. Tengo esa mala costumbre.
Martina murió… ¿Lo sabias? De algo entre sus pechos. Yo siempre supe que algo había ahí, algo frio. Pero temo decírselo. Es que es tan dulce, tan buena. Anoche me compró unos guantes. Me gustan las carreras sabes. No estoy seguro de cómo comencé con eso. Ha de ser cuando choque con ese poste.
Don Manuel me dio unas pastillas para el dolor. Pero no me las tome, el es buen tipo, pero no sabe nada del dolor. Nada del dolor… El dolor es como… como… Como las nubes… ¿Las has mirado bien? A veces me las quedo mirando. Surcan el cielo, solitarias, pero a ratos se empiezan a juntar, y no te das ni cuenta cuando ya han tapado el sol. El dolor es como eso, pero algo diferente. Menos almidón y más electricidad. ¿Por qué Martina no esta aquí?, Andresito no puede dormir por las noches.
Sabes… Ayer vino Don Manuel. Suele sonreírme y hablarme de cosas. Aunque ahora no las recuerdo bien. Me han dicho que estoy perdiendo la memoria. Pero lo único que perdí fue esa carrera. La del… 97 quizás… recuerdo sus ojos. Martina lo miraba con esa expresión y yo estaba sentado atrás. Mirando las nubes. Como algodón. Como aspirinas que se tragan sin agua. Y entonces el accidente. ¡Lo mate Martina! Dios… no debí llevarlo a la carrera. Lo mate… yo lo mate… yo lo mate… lo mate…
Pero… no cometeré el mismo error dos veces… te lo prometo… se lo prometo a los dos… mañana ganaré esa carera. Sólo, debo encontrar la forma de salir de aquí.
20090109 | Vomitado por Carpenter a las 0:22 3 comentarios
Naturaleza: Cuentos, De la mente a la tecla...
La continuacion de un prologo de nada...
Le gusta la cerveza. Sobre todo las con mucho cuerpo y un gusto extrañamente acaramelado. Sabe que no es caramelo y se pregunta por qué le llaman así. El conoce el caramelo y es muy distinto a la cerveza. Pero así le llaman y no quiere la respuesta. Le gusta la cerveza, con eso basta.
Algo repiquetea en su cabeza. Viejos cuentos mejor que los suyos, otras historias que no son las suyas. O quizás si, quien sabe. Se involucra en su propia conspiración. Se atrapa en sus propios cuentos y sabe que se esta volviendo loco. Puede sentirlo… y verlo. Como pasar por alto su mano temblorosa. Como no ver que tiene que apretar dos veces el encendedor para prender los cigarros, uno tras de otro, siempre dos veces. Se esta volviendo loco y lo sabe. Él sabe muchas cosas, pero no esta tan seguro de ninguna. Y como no son cosas que le sirvan a alguien entonces nada le importa la seguridad.
Pide otra cerveza y más cigarros. Entonces imagina. Y cuando el imagina no puede detenerse. Las imágenes se superponen a cualquier cosa, entonces ya no esta en el bar, sino en la calle.
El convertible rojo, un Pontiac Laurentian del 63, atraviesa a toda velocidad
entre la niebla. Su conductor no sabe exactamente a donde va, pero recibió la
llamada. Y los hombres como él responden a las llamadas. En su mente aun escucha
la voz afligida de su amigo. Entonces vira en la calle indicada y cuando
logra darse cuenta ya había dos tipos bajo las llantas. Se pone nervioso, nunca
había atropellado ni a un perro. No comprende nada de lo que esta pasando.
Entonces un par de balazos, y un rostro conocido salta hasta el asiento
del lado.
-¡Parte huevon! – Grita su viejo amigo.
El vehículo arranca en
medio de la noche, dejando a un montón de tipos muertos, y dando tiempo -
estirando el tiempo… deteniendo el tiempo- suficiente como para que dos amigos
de infancia se pongan al día.
El sonido de las botellas chocando lo trae de vuelta. Una chica sentada a su lado lo mira intrigada. Él le sonríe y mira al barman algo confundido. El barman lo mira y le lanza una sonrisa de complicidad. La chica sonríe, pero ya no lo mira. Por un segundo en el bar, nadie mira a nadie, y nadie sonríe. Unos beben, otros mastican, unos fuman, todos piensan en algo fugaz y poco importante. Un segundo, luego alguien sonríe y otros sueltan el humo.
-Me causas curiosidad- le dice mirándolo con sus verdes ojos. Se nota que esta medio ebria, pero eso le da un toque extremadamente inocente. Quizás por su rostro de un dorado pálido y su nariz enrojecida de tantos martinis.
- La curiosidad a veces nos causa problemas- responde él, siempre con su tono que la gente suele confundir con misterioso. Pero el sabe que no es mas que una invitación a la que pocos responden.
Se sostienen la mirada. Lover man de fondo y la atmosfera cargada de electricidad. Cada parroquiano bebiendo a su propio ritmo. Cigarros que van y vienen. Bocas que aspiran y aros de humo sobre los más expertos. Las lámparas apenas se ven ya de tanto humo. El barman conversa con un amigo al otro lado de la barra y hacen la mímica del saxofón de Charlie Parker. Ríen y beben ron. Ahora es Bebop lo que suena, la electricidad desaparece un poco y todos los rostros se aligeran.
- Puede que si, puede que si. Me encantan los problemas – lo dice con ese tono tan de ebria que a él le causa gracia. Parece ser una chica interesante. Aunque nunca ha conocido a una que no lo sea. – Tienes cara de artista – entonces ella suelta una risa tan rara que él arquea una ceja y contiene su risa. – te invito a un trago… Eh, Carlos, tráeme una cerveza… De esas – dice apuntando a la botella vacía.
- Antonia, estas muy ebria, no te voy a dar ni un vaso de agua… – responde el barman desde el otro lado – bueno, quizás el vaso de agua si.
- No es para mi idiota, es para… - espera un par de segundos – aquí es cuando me dices tu nombre y le damos a esto el ambiente de un dialogo de película. No me cagues la onda chico.
- Marcel Sandoval- responde riéndose.
- Marcel… Sandoval…- hace una pausa y frunce el ceño sin borrar la sonrisa - ¡Eso no pega! Eres un mentiroso. ¿Lo sabias? ¿Lo sabias?…
Se encoge de hombros. La originalidad no lo acompañaba esta noche. Marcel Sandoval. A veces eres una mierda, piensa.
-Y… ¿A que te dedicas? – dice ella siempre con una sonrisa y la vista que se le pierde a ratos en algo de su rostro que él no puede identificar. Eso le pone muy nervioso.
- Pues, soy dibujante… - esquiva sus ojos, se concentra en la botella como si fuese allí donde leerá el resto de la frase – Y en mis tiempos libres soy mimo.
Ella se queda mirando las botellas. Luego otra de esas extrañas muecas, como si recién hubiese escuchado lo del mimo.
-¿Crees que puedes engañarme con algo tan simple? – Saca un cigarro y lo prende – Déjame adivinar, Marcel Marceau y… - saborea el humo de su cigarrillo – ¿Rafa Sandoval quizás?...
Él se larga a reír. Lo han atrapado. O casi. Da igual, saben donde esta el truco. Ahora es él quien está intrigado. ¿Quien es esta chica? Comienza a sospechar que la rueda gira otra vez. Otra vez, como en aquella ocasión. Cuando la fortuna lo levanto desde el infierno y por un instante se sintió en el cielo. Aquel lugar del que tanto recela pero que añora como un sueño infantil. Pero esta chica… No, él ya no tiene fe. O no quiere tenerla, lo que da igual. No quiere – tal vez ni puede – volver a sentir lo mismo. No con otra chica. Pero esta es tan linda. Le gusta, y lo esta mirando. Sabe que solo es de ebria, pero si pudiera sentir un beso. Solo un beso. Entonces sus pensamientos cambian de rumbo. Ahora esta en medio de la nada y la mujer que él ama, flota a unos metros. Aun así, la siente, siente su piel. Sus pechos presionando suavemente contra su cuerpo. Vuelve al bar. Y los ojos verdes siguen mirándolo. Que lindos ojos. ¿Eran sus ojos verdes lo mas llamativo?, se pregunta, o había algo más en esa chica. No sabia que decirle, me ponía nervioso, piensa con su tono de seudoescritor. Siempre piensa en tiempo pasado lo que esta viviendo. Quizás porque el sabe que el tiempo es una cosa extraña. No esta seguro de cómo, pero lo siente. Siente como se le desliza por la piel como seda. Y se le escapa por la yema de los dedos. El tiempo, la vida, ella, el juego. Entonces olvida las reglas y pierde partidas.
-Tony Sandoval – corrige.
- ¿Y ese quien es?
- Un maldito bastardo que dibuja mejor que yo – Responde él.
La noche continúa y la música cambia. Alguien se aburrió del jazz. Pero ellos ya están demasiado lejos como para percatarse de ello. En la humedad costera se abre un vacío para acunar sus besos. Mañana, al despertar en una cama ajena, se preguntará dónde está y al verla a ella durmiendo resuelta y pechos al aire, tan segura de estar en su hogar que poco importa quien la acompañó esta noche, sabrá que ha cometido un error. O al menos eso cree ahora. Ahora que la besa, y que ya no puede detenerse mientras ella lo arrastra al taxi.
20081119 | Vomitado por Carpenter a las 11:24 0 comentarios
Naturaleza: Cuentos
Otro prologo
Prende otro cigarro. Le gusta oír como suena al consumirse en medio del silencio. Se imagina que sus pulmones suenan igual al expandirse para meter lo poco de aire que le debe caber. Lo sabe porque ahora se cansa más rápido al subir las escaleras. Y eso que recién va por los 19. Pero apenas le importa. “En vivir no hay apuro” suele repetir cuando alguien lo sermonea. Y es cierto. Bebe su café en medio de la oscuridad. Le gusta mirar el reflejo del monitor sobre el café. Así es su vida, brillando apenas por el reflejo de lo que se acerque, pero, sólo, no es más que un mar oscuro y turbulento. Eso es él. Y lo sabe. Y no le molesta.
El cigarro se consume, y la hoja en blanco le espera. Una línea parpadea indicando que ahí aparecerán las letras que se convertirán en palabras. Malditas palabras. Su mayor placer y el peor de sus castigos. Se reía al pensar que quizás estaba en el infierno. Donde los placeres se vuelven torturas, y a los violadores los follan por la eternidad, los glotones comen hasta reventar cada día, pero al otro vuelven a hacerlo y él escribe, aunque sus manos tiemblen de dolor y cada vez acierten menos a las teclas. No sabe lo que viene a excepción de algunos detalles que considera lógicos. Cómo odia la lógica. Comienza a impacientarse. Luego escribe: “Cuando”. Lo borra de inmediato. Sabe que es demasiado obvio, que ya ha escrito cientos de cuentos que comienzan así, o quizás no los escribió y tan solo los imaginó. No hay mucha diferencia, ya existen, o existieron al menos un instante. Eso basta para saber que no deben volver. Nada debe nunca volver por donde vino. Así es la vida, o al menos eso cree él. “Fue así como”. Lanza el cigarro y poco le importa donde cae. Ahora si esta enfadado. Frase de mierda, se repite una y otra vez. No sabe por donde comenzar lo que partió antes de que supiera escribir. Le esta dando jaqueca. Saca del gabinete una tira de aspirinas. Toma cuatro y se las mete a la boca junto con un sorbo de café. Prende otro cigarro.
La historia no sale y eso le destroza el ánimo. Fuma muy rápido y sus ojos se vuelven particularmente vacios. Sube al máximo la música, le importa un bledo lo que digan sus vecinos. Las melodías no lo acompañan, lo hunden más en lo suyo. Lo suyo, sonríe al pensar en eso. ¿Qué era lo suyo? Ni idea. Se pone de pie y prende la luz. Se calza las botas y la chaqueta y abre la puerta antes de que su padre alcanze a golpearla. Apaga la música, le sonríe y se despide. Luego sale de casa en busca de una cerveza.
20081019 | Vomitado por Carpenter a las 22:23 1 comentarios
Naturaleza: Cuentos
Se preguntó esa mañana por qué diablos todos los días eran un buen día para morir. A pesar de haber elegido esa vida no le agradaba la idea. Jamás se había acostumbrado. Tanto le costaba que solía acompañarlos hasta su último suspiro. Algunos esperaban que les dijeran que sus almas descansarían en paz, otros querían un abrazo, sentir calor mientras el suyo se alejaba en un río de sangre y lágrimas. Otros, sólo querían conversar, de lo que fuera, de viejas historias o de alguna buena receta. Así fue como aprendió a preparar su café irlandés y aquel estofado que tanto le gustaba. Su experiencia con la muerte era tan constante que ya no veía a las personas como seres vivientes sino como Aun-no-muertos. Y aún así, él no estaba listo para morir, porque a sus años había comprendido que nadie lo estaba... jamás. Todavía soñaba con enamorarse, con el yate, con el departamento en Nueva York. Pero a los cincuenta y cuatro años, difícil seria conseguir algo de eso. Quizás podría haber rentado el yate.
Esa mañana como todas, prendió su computador y revisó el archivo del nuevo trabajo. Ya apenas miraba el nombre, no le importaba memorizar las características de su objetivo. Le bastaba con saber a que hora encontrarlo en tal o cual lugar. Era tan rápido, tan preciso, tan silencioso, que desde hacía años sólo usaba una bala por objetivo. Había dejado la costumbre de usar chaleco, de usar guantes, de llevar cargadores extra o tener un cuchillo por si acaso. También la costumbre de fumar.
En algún punto se su carrera notó que nadie le buscaba, como si el mismo Dios le ayudara a pasar desapercibido. Como si nadie extrañara a esos tipos que había matado. Como si nadie lo extrañara a él.
Y sonrió al darse cuenta de que ahora era su turno, y que moría de una forma que nunca pudo imaginar. Sonrió porque no sentía el peso del auto oprimiendo sus intestinos, ni las manos de los paramédicos dándole bofetadas para que no perdiera la conciencia. Sonrió, porque no había sacado la pistola del auto, y probablemente lo identificarían como un detective retirado por el que nadie lloraría. Lo enterrarían los de la institucion, en un mausoleo que nadie visita, lleno de nombres que no pertenecen ni a la historia. Sonrió porque escribirían en su lápida una misiva relacionada con el honor y el esfuerzo. Algo sobre justicia y ley. Sonrío porque no estaba listo para morir. Quería llorar, pero no podía hacer más que sonreir.
20080701 | Vomitado por Carpenter a las 23:01 1 comentarios
Naturaleza: Cuentos
Despertar
Caminó a casa, o al menos eso creía él. En realidad el destino jamás estuvo fijado, quizás la dirección, pero no el destino. No podría saberlo, ¿como saber a donde vamos? Porque, claro, el quería ir a casa, pero el planeta gira aun cuando no queramos. Quien sabe si era su casa la que se acercaba a él, pues caminaba con el sol poniendose entre las montañas, justo en frente, cuando apenas podía ver las personas a contraluz. Pero la casa ahora da lo mismo, porque no llegó ahí, aún cuando esta se le estaba acercando y él realmente no se moviese. Maldita relatividad.
El destino no nos espera ni vamos a buscarlo. Nos persigue y siempre nos encuentra. Como creyó comprender cuando vió No Country For Old Men, pero como siempre pasa con esas películas que pocos entienden y aun así quedan con la sensacion de haber visto una buena película -o puede ser también que el hecho de no entenderla te obliga a asumir que lo es- la moraleja, aunque grabada, se nos pierde en el interminable archivo de buenas moralejas, que si algún día desempolvaramos seriamos, probablemente, personas santas o al menos iluminadas.
En aquella tarde de invierno, sin frío y sin lluvia, sin hojas en los arboles e igual de gris que cualquier otro día lluvioso, contestó a su celular.
- Hola...
-Hola, soy Dios, pero tranquilo, no soy el hijo de perra que creías que soy, ya entenderás por qué las cosas funcionan así, solo ten paciencia...
Luego colgaron. Bastó solo eso para que la vida fuera otra. Para que saliera, por primera vez, luego de treinta años de encierro, de esa habitación. Treinta años en los que su autismo casi absoluto solo le permitieron ayudar a su padre en la construcción de sillas y mesas. Desde su complicado nacimiento, en el que su madre casi había muerto, por miedo a represalias de los que creyeran que el chico estaba poseído, lo ocultaron en aquella habitación. Y por primera vez, notó donde estaba. La casa era pequeña y cuadrada, de una sola planta, hecha por completo de barro y piedras.
Su piel era tan blanca como las paredes cubiertas de cal y sus ojos se veían mas claros que los del resto. El contacto con el exterior hizo que lagrimeara, lo que le confería un aspecto de extremada inocencia. Su voz, era la de un niño.
Salio, besó a su madre, que no paraba de llorar, abrazó a su padre, y se alejo de casa.
Su primo, emocionado al verlo hablar como una persona normal, lo bautizó en las aguas del río Jordán. Sólo entonces comprendió su destino. Y lo aceptó.
20080630 | Vomitado por Carpenter a las 21:45 3 comentarios
Naturaleza: Cuentos
Cero
-273ºC. La temperatura (¿temperatura?) bajo la cual las partículas se detienen por completo. El cero absoluto. Ausencia total de calor. A esa temperatura llegó su espíritu el día en que la vió besando a otro. Ni un solo gesto se dibujó en su rostro. Ningún sentimiento afloró ni hubo lágrimas, ni nada que se le parezca. No hubo temblores, no vio nada. El mundo no le pareció diferente, ni se sintió caer en un pozo. No oyó el silencio, ni percibió el aroma de la lluvia otoñal. No estaba ahí, en esa calle perdida de hormigón y hojas secas. No se disculpó con la señora del coche a la que le obstaculizaba el paso, ni puso atención al ciego que caminó hacia él para pedirle limosna. Olvidó por completo el peso del regalo que le había comprado. Para qué nombrar al cigarrillo que se consumía hasta quemarle los dedos. Los perros no ladraban y el viento no le removía el cabello. 0º kelvin. No recordó como llegó caminando a casa. Ni cuando saludó a su madre. No recordó el momento en que se sentó en su mecedora, la mecedora de su abuelo. No notó siquiera cuando tomó su lápiz y se puso a escribir poesía. Cero absoluto, escribió en el primer verso. Un regalo aguardaba en su envoltorio que tan cuidadosamente había hecho. Un regalo para nadie, que se cubrió de polvo hasta que su hermana pequeña se lo quedó. Nunca se preguntó por qué la había borrado de su MSN, ni de su celular, ni por qué sus amigos tan extrañamente no volvieron a tocar el tema, ni por qué su madre no volvió a preguntar por ella, ni por qué al mirar el identificador de llamadas decidiese – lo que nunca hacía – no contestar. Porque nunca la había besado, ni habían dormido juntos, ni habían hecho planes para ir a Madrid. La única pregunta que se hacía, era qué significaban: aquel sueño y la mirada de una desconocida... sus ojos en él clavados al saberse descubierta.
20080610 | Vomitado por Carpenter a las 15:47 4 comentarios
Naturaleza: Cuentos
Tempus fugit
Sus pasos acortaban veloces -insuficientemente veloces- la distancia infinita. Constantemente miraba su reloj Casio, un viejo regalo de sus padres. Las personas necesitan relojes que les permitan controlar sus propios tiempos. Sin embargo, para Marco, su reloj solo le indicaba como el suyo se escapaba. Hacía tan solo unos minutos, no muchos, los segundos se alejaban demasiado rápidos, ligeros tal vez, y él era incapaz de atraparlos y hacerlos alcanzar. Ahora en cambio eran lentos. Ahora que ya era tarde y que ya comenzaba a sudar de caminar tan rápido. Chequeaba otra vez el reloj, contando cada segundo que deslizándose le gritaba que ya no había tiempo. Nada nuevo para él, que siempre estaba atrasado. Una especie de maldición que arrastraba desde hacia ya muchos años. Demasiado tiempo fugado. Y otra vez el reloj.
Alzó la mano y esperó. La micro se detuvo, presta a atravesar el tiempo que ya no tenía, a acercarle a su destino, que ya no era tal, pero que en otro tiempo lo había sido, minutos atrás. Y Marco debía ir hacia él, aun cuando ya solo quedase el silencio que siempre sobreviene a la tardanza, a la demora, al tiempo ido. El silencio que hace eco de su voz gritándole a su vida que no corra unos minutos delante de él. Atrasado como estaba, -diablos ya iban más de cuarenta minutos, cincuenta segundos y el tiempo seguía corriendo- no notó el momento exacto en el que comenzó a blasfemar. Pero eso apenas importaba, porque cuando se detuvo la micro, bajó de un salto y, superado ya el sopor del primer tramo caminado, se aprestó a continuar el resto.
Se dirigió a la plaza junto al casino. Conciente de que solo hallaría el vacío que deja el destino cuando se cansó de esperarnos. No pudo evitar sonreír al ver pegado en la pared un afiche con la frase “Viña es tu tiempo”. Quizás “viña, es tu tiempo”, otra cosa que no importaba.
Al llegar a la banca, en la que tenía que haber estado hacia ya muchos minutos- más de cincuenta- pudo sentir aun en el aire la presencia (ausencia) de la que había estado esperándole menos de cincuenta y algo minutos. Quizás cuarenta y ocho. Y Marco no pudo evitar- aunque lo hubiese querido- imaginarla caminando sola, a no mas de tres cuadras de ahí, con las manos metidas en el abrigo beige, con su pelo rojizo y sus labios balbuceando silenciosas maldiciones para el que le había hecho perder su tiempo. Su preciado tiempo.
Aun así, se sentó en la banca, no porque tuviese la esperanza de que ella volverí0a, ni porque creyera en la posibilidad- que aunque mínima, existía- de que ella estuviese mas retrasada que el, caminando rápido en alguna calle mas o menos cercana. Una vez más miró su reloj. El maldito reloj. Ese Casio que le recordaba las mil y un veces que había dejado pasar el tiempo, incluso con sus cuatro minutos adelantado para obligarse a salir antes de casa. Y se dispuso a esperar, una hora quizás, una y treinta mejor. Porque tenía que redimirse, pagar por el tiempo de ella. Luego - ya habría tiempo - le llamaría para pedir disculpas.
Miró nuevamente su reloj y se quedó en compañía del silencio sabiendo que, ahora, el segundero correría lento. Eternamente lento.
20080608 | Vomitado por Carpenter a las 22:27 4 comentarios
Naturaleza: Cuentos
El francotirador
Foto de: http://renoux.deviantart.com/art/Deux-freres-1-8117477
Desde el comienzo de la guerra, había adoptado la costumbre de usar sus audífonos con el máximo de volumen. Así no debía escuchar los gritos de sus compañeros pidiendo una oportunidad mas para vivir mientras su sangre los dejaba y la muerte les cubría con sus harapos. Sus ojos fríos habían perdido hace mucho ya todo amago de miedo o piedad. Sus dedos se movían con mortal precisión por su rifle mientras metía otra bala en la recamara y ajustaba la mirilla del teleobjetivo. El crudo rechinar del martillo se perdía en la inmensidad del campo de batalla. Jamás miraba el momento en que la bala alcanzaba su objetivo, jamás los veía morir, jamás veía una sola gota de sangre derramada por sus manos, jamás fallaba.
A sus quince años, era el francotirador más experimentado y certero de la resistencia. Un héroe silencioso que no había salvado nunca a nadie y sin embargo todos admiraban. Sin amigos, sin familia, sin algo real por lo que luchar. Disparar era para el solo una forma de distraer la mente y no enfrentarse a su propia imagen, a su vida vacía, carente ya de todo sentido. Tenía muy claro que la muerte debía habérselo llevado y, no obstante, lo pasó por alto. Y ahora ante el temor de su regreso le ofrendaba todas las vidas que podía y así le mantendría distraída. Pero nada dura para siempre.
Subía la escalera de uno de los edificios en ruinas que daban frente al puente que unía la pequeña ciudad con la carretera. Le dijeron que defendiera esa posición mientras movilizaban al resto de las tropas para emboscar a los imperiales. Él era suficiente para retener a un escuadrón entero siempre y cuando no contasen con blindados y dado que ese era el caso, parecía la mejor opción. Llegó al piso más alto y abrió la puerta. Entro en una habitación pequeña, de decorado simple; con un armario, un escritorio lleno de papeles y una vieja foto cuyo recuerdo ya no pertenecía a nadie. Se instaló entonces tras una ventana y esperó paciente a que el enemigo hiciera su aparición.
Veinte minutos después, del otro lado del camino comenzaron a aparecer sigilosos los primeros hombres. Se movían entre los escombros y miraban asustados por sus binoculares. Él en cambio, solo los observaba a través de un pequeño espejo. Ya era el momento. Le puso “play” a su MP3 y comenzó el juego. En un par de segundos ya tenia el rifle apoyado en el marco de la ventana y al siguiente, apretó el gatillo. Uno menos. Otro menos y así, alrededor de tres minutos en los que mato a mas de cuarenta personas. Y fue en ese instante eterno, en el que soltó la vaina vacía y metió otra bala en la recamara, el mismo instante en el que la canción terminaba y hacía una fugaz pausa para dar paso a la siguiente, cuando un sonido llamó su atención. De inmediato observó el armario. Había alguien ahí. Sin dudarlo se puso de pie y caminó hasta allí. Tras el puente reinaba la confusión. Los hombres ocultos se preguntaban si el francotirador había hecho una tregua o les tendía una trampa. Querían ir en busca de los cuerpos y rogaban por que alguno aun respirara pero era en vano, cada bala había atravesado un corazón distinto. Jamás fallaba.
Y al abrir la puerta del armario, la explosión retumbo mas aya de sus audífonos. Una luz que claramente no era el túnel del que tanto hablaban sino el destello de una pistola le nubló la vista. Cayó en seco y se dio cuenta de que ni todos esos muertos habían sido suficientes. Un dolor intenso como ningún otro le recorría entero. Su estomago retenía una bala perdida y una muchacha sostenía un arma entre sus manos.
La chica había estado escondida desde su llegada, sin saber si era amigo o enemigo el que desde la habitación disparaba. Se había aferrado a su pistola como la única oportunidad de sobrevivir y había tirado del gatillo sin siquiera pensarlo. Para cuando se recupero del susto, noto que había abatido a un niño. Apenas un niño tirado de espaldas al piso con – lo que creyó – una expresión de confusión (que era más bien de sorpresa). Su cabello revuelto y su piel blanca de mejillas sonrosadas hacían que el rifle entre sus manos perdiera todo sentido. De inmediato rompió en llanto y se acerco a él en un inútil intento de ayuda. Sus manos temblando acariciaron el rostro del pequeño y fueron quizás las únicas caricias que había recibido desde que la guerra le arrebató su humanidad. Oh, por dios… era todo que ella lograba balbucear mientras ponía sus manos sobre la herida del estomago y fingía una sonrisa húmeda ya de lagrimas.
Él por su parte, la observo un momento. Era hermosa… elegante, de nariz perfecta y labios gruesos y angostos que parecían siempre estar a punto de besar el aire. Sus ojos de largas pestañas ahora cubiertos de lágrimas irradiaban una paz que él no lograba comprender. Su cabello castaño y liso era tan largo que, allí de rodillas junto a él, se amontonaba en el piso dándole a la escena un aire tan surrealista que creyó estar en un sueño. Quizás ya muerto. Y le parecía haberla visto antes, quizás en sueños. Pero un destello de lucidez le hizo recordar que tres años atrás, cuando se supone que debía haber muerto ella había estado allí. Observándole salir de los escombros. Surgir de las cenizas como un fénix.
Así que tú… tú eres la muerte… pensó. Y en un abrir y cerrar de ojos saco el cuchillo de su pantalón y se lo clavo a la mujer en medio del cuello. Jamás había visto a alguien morir, y menos el instante en que la persona es conciente de su nueva condición: vivos que ya no seguirán viviendo pero aun no muertos o al menos, no lo suficientemente muertos. Fue precisamente en aquel instante en que ella se aferraba a la vida y apretaba sus heridas tratando de disminuir en vano la hemorragia cuando el se dio cuenta de lo que acababa de hacer y creyó, por primera vez en su vida, que había hecho algo bueno. No te volverás a llevar a nadie… pensó.
Entonces la chica se derrumbó sobre el cazador abatido. Nunca antes había sentido el cuerpo de una mujer. Menos su calor, ni la suavidad de sus pechos. Ambos, inmóviles, de a poco perdieron noción de lo que a su alrededor sucedía.
Los soldados de la resistencia lograron su emboscada y solo al segundo día notaron la ausencia del francotirador. Lo enterraron junto a la chica, en un funeral sin oficios religiosos, sin luto y sin dolor. Al poner la lápida cayeron en la cuenta de que nadie conocía el nombre del joven héroe. Entonces dispararon con su propio rifle a la lapida y el casquillo fue para siempre mudo testigo de su oficio innoble. Una pequeña inscripción en latín rezaba “Omnia Mecum Porto”, todo lo mío lo llevo conmigo, quizás como un recordatorio de la transitoriedad de la vida, lo efímero de nuestros logros terrenales. Ahora todo lo que lleva consigo es el peso de las vidas que arrancó.
20071016 | Vomitado por Carpenter a las 23:30 2 comentarios
Naturaleza: Cuentos
I
Padre e hijo contemplaban en silencio la pintura. Estaban apunto de continuar su visita cuando el niño se detuvo.
- ¿Por qué esta triste? – dijo con esa inocencia característica.
- No esta… - ¿para que mentir? - quizás no tiene con quien jugar.
Ambos se quedaron otro momento pensativos.
- ¿Ella también vivía en un castillo?
- Claro… debe haber sido la hija de algún conde.
- ¿Y por que no tiene con quien jugar… en los castillos había mucha gente o no?
- Quizás no había más niños de su edad.
- Parece muy sola…
- Si, parece que si.
Continuaron el recorrido. Pero una extraña sensación los acompaño a los dos.
Al llegar a casa, cenaron, y el pequeño muchacho se fue a dormir mientras el padre ponía una tela sobre el atril y desempolvaba su caja de oleos. Mientras el niño descendía en las profundidades del mundo onírico, el padre acomodaba todo lo necesario para comenzar a pintar. Mientras el niño jugaba con la niña entre los corredores del castillo, el padre pintaba una sonrisa y una mirada brillante.
El niño jugó toda la noche, el padre trabajo hasta el amanecer.
Padre e hijo, atravesaron el tiempo en un instante y de aquí a la eternidad, padre e hijo hicieron a Isabel sonreír.
20071009 | Vomitado por Carpenter a las 1:44 3 comentarios
Naturaleza: Cuentos
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