Noche gris, el oscuro frío cala en los huesos

y el susurro del viento arrastra verdades
Noche gris, miedo y mentiras que encierran deberes
carga inmortal e inconsciente de si misma

La mano me tiembla de dudas taladrantes,
de tinta en la sangre
y a ratos se me cansa la mirada
de ver la forma en que otros la miran
colillas aplastadas para matar el tiempo
y la vida
y la mentira

Deberes que ahogan placeres
Deberes que cabalgan sobre monstruos de guerra
Deberes que esbozan sonrisas y pueblan la tierra
¡Mentiras!

Pensamientos brutales, agobiantes, constantes
infinitos, oscuros y brillantes,
sencillos
Imágenes que oprimen el alma
y la liberan al mismo tiempo,
que desgarran la vida encerrada 
tras el rostro tranquilo del muerto

Noche gris, detenida en el tiempo
fotografía de sueños y anhelos
Noche gris, cargada de hastío
y esperanzas
              y olvido

Levantar el ceño siempre fruncido
enturbiando los ojos...

            y saber que es mentira...



 Acércate, contémplalo con claridad


La vida se d                   al compás del silencio. 
                  e
                s
                   g
               r
                    a
             n
    a 


             Míralo, no te asustes. 

                           
La luz y las sombras no son parte de la realidad. 



Los pasos no significan nada si el espacio es una quimera de la materia


y la presencia solo una        vibración    destinada a disov  e   r    s     e  en el tiempo
                                        
 

como un  s u s u r r o   que se burla del pensamiento humano...
 

Intercuento

No alcanzó a abrir la tapa del libro que llegó aquella mañana desde la editorial. El sobre decía claramente el nombre de su marido bajo el destinatario, pero ella era su esposa después de todo. Siempre había abierto primero las copias que le enviaban, lo que nunca había molestado a su esposo. No era una ávida lectora, sin embargo, quizá por un extraño sentimiento de deber, solía leer todo lo que su esposo escribía. Y le gustaba, o eso creía, pero puede ser que de lo contrario se hubiese sentido culpable. Así actúan las esposas a veces, o los amigos, o cualquiera que se diera más a la compasión que a la dureza.
Retiró el envoltorio con cuidado; lentamente jaló la cinta adhesiva; estiró los pliegues como si, de cierta forma, tuviera la lejana intensión de volver a ponerlo en su lugar sin que él se diera cuenta. Luego deslizó fuera el libro y se detuvo a contemplar la portada. Una silla apenas iluminada en medio de la oscuridad, con una mujer sumida en la sombra sosteniendo en la mano una copa quebrada.
No alcanzo a abrir la tapa del libro para saber de lo que se trataba. Se lo dijo el vértigo que sintió cuando una mano invisible e implacable la arrastro hasta el centro de la tierra. Hundida bajo el peso de la verdad. Lo peor de todo, es que no había sido él quien le había mentido, al final (lo sabía con claridad) había sido ella misma la que pasó por alto quién era realmente el hombre con quien se había casado. Él no era un mentiroso. Ella sí. Y lo odiaba por eso. Porque, al final, él la arrastro a eso. Él, con su sequedad aturdidora, con su lenguaje perfecto y su labia convincente. Él, con su seguridad narcisista y su mirada penetrante que no discrimina lo bueno de lo malo, lo secreto de lo público, porque para él todo es digno de ser recordado y relatado. Sólo existe un adjetivo en su vida: Interesante. No importa si se jode a alguien en el camino.
Leyó la primera página, y lo cerró para siempre. Con ira arrancó las hojas dejando en la habitación un reguero de papel picado. Tomó un cuchillo de la cocina y se sentó frente a la puerta de entrada a esperar que llegara de su “borrachera editorial”. Esta vez no lo pasaría por alto. Esta vez sí la escucharía, oh si, la escucharía. Toda una vida actuando como la esposa perfecta. Creyendo que juntos habían dejado el pasado atrás. Pero el jamás lo había olvidado, y ahora se lo restregaba en la cara, la exhibía desnuda ante el mundo entero. Pero esto no se iba a quedar así. Dios sabía que no se quedaría así.

El combate

Las nubes púrpuras repletaban el cielo ocultando tras ellas un sol anaranjado. Entre los abetos, el caballo negro cabalgaba a toda velocidad, mas por temor que por las ordenes de su jinete. Sus crines se balanceaban lanzando al aire gotas de sudor que se estrellaban en el rostro de la joven Amalia. En las alturas un halcón los seguía, anunciando la presencia del peligro. En ese instante Andréu, supo que de esta no saldría con vida. Maldición, lo único que se le ocurrió fue que su hija se quedaría sola.
- Amalia…no temas… - trato de susurrarle al oído, pero su voz se perdió entre los golpes de herradura.

Tras ellos, todas las aves se alzaban en vuelo, el bosque entero se cargaba de un terror que estremecía incluso las raíces de los árboles. Al llegar a un claro, el caballo resbalo entre las hojas que tapaban el fango. Un rugido atronador paralizo el tiempo por completo. La criatura les había alcanzado. Andréu se incorporo de inmediato desenfundando su espada. Su rostro adquirió de inmediato una severidad y una paz que solo se obtienen con los años y el combate. Cada uno de sus movimientos estaba ahora inmersos en la concentración de la batalla. Olvido por completo el dolor en su pierna. Sopesaba los ojos de su enemigo, pequeños y negros, hundidos en las cuencas de su rostro alargado. El berserker se alzó frente a él, brutal, imponente. Su larga cola se bamboleaba de un lado a otro reflejando el cielo. Sus cientos de pequeños dientes le conferían el aspecto terrible de algo parecido a una sonrisa burlona. Sus manos extendidas, movían los dedos como un vaquero apunto de desenfundar su pistola.
Andréu se volteo hacia su hija, y con una mirada le dijo todo lo necesario. Todo lo que ella ya sabía. Ella por su parte, le devolvió la mirada tratando de decirle que no, que aun había oportunidad, que ella también podía combatir, que huyeran juntos, que la ciudad no estaba lejos… que no la abandonara. Sin embargo, cuando su padre daba una orden, no había pero que valga. Amalia subió al caballo. Su padre se quitó el guante de cuero y se lo entregó, luego golpeo al caballo que partió a toda velocidad hacia la ciudad.

El sol se ocultaba entre las montañas, y las lágrimas de la chica caían sin cesar. El viento transmitía rumores de copa en copa, se contaban sobre lo ocurrido. Se compadecían de los pobres humanos. Amalia volteo una ultima vez, para ver, a lo lejos, la figura de su padre, luchando contra la bestia. Quiso volver, pero el caballo no le hacia caso. Él sabía mejor que nadie lo que su amo deseaba. No podía fallarle, desde ahora, debía cuidar a la muchacha. Era lo único que podía hacer por él.

Cabalgaron alrededor de diez minutos. Amalia trataba de convencerse de que su padre lo lograría. Después de todo, ya muchas veces lo había hecho. ¿No era él Andréu Salieri, el gran cazador?. Pero la herida en su pierna... y la enfermedad que le consumía desde hacia un par de meses. Mierda… luchó contra su imaginación cuando en su mente se proyecto el horrendo final que le esperaba a su padre. Ya lo había visto antes… los berserkers no mataban como las otras bestias salvajes… eran extrañamente malvados. Como si disfrutasen ver sufrir a sus victimas. Criaturas surgidas desde el mismo infierno. Finalmente, la lagrimas terminaron por apagar sus ansias de volver y la muchacha dejo que el silencio mortuorio del bosque la cubriera con su manto de resignacion.

El desconocido

Y en ese instante, su cuerpo se estremeció por completo. Un escalofrío que le recorrió la espina y se alojo en sus pechos le impidió articular palabra alguna. La mano le temblaba, sudaba frío, su respiración estaba agitada y su corazón a punto de estallar. Abrió levemente la boca temiendo perturbarlo siquiera un poco. Sentía los labios secos y la lengua inquieta. Tuvo miedo de abrir los ojos. Sabia cuan cerca estaba él. Su sangre ya le reventaba las venas y una explosion de adrenalina repleto sus sentidos cuando la tomo por el cuello. Entonces lo beso… por primera vez lo besó. Lo besó con la avidez de quien sabe que no hace lo correcto.



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Cuento viejo

La Llanura Infinita - Parte 1


De vez en cuando una nube les cubría con su sombra y les refrescaba un poco. Sabían que estaban cerca de la Escalera por esa sensación que les surcaba la espina desde la nuca y se alojaba justo bajo su ombligo. Llevaban muchísimo tiempo atravesando la Llanura Infinita, el mar de hierbas y flores donde las almas se pierden. El laberinto sin paredes en cuyo centro se eleva la Escalera, misterio inconmensurable que los hombres se ven llamados a alcanzar. Dicen que algunos lo han hecho pero nadie está seguro de ello. Lo único de lo que se tiene certeza es que una vez que ha comenzado el viaje ya nadie regresa.
Desde las montañas que rodean la Llanura se puede divisar la Escalera. Es ahí donde los incautos son atrapados por la ilusoria sensación de que la distancia no es gran cosa. Desde las montañas que rodean la Llanura se puede divisar la Escalera, pero no a los miles de viajeros que se han internado en ella.
Ya no saben cuánto tiempo llevan caminando. ¿Años? ¿Meses? Quizás solo un par de días. El tiempo aquí es irrelevante. Casi todo es irrelevante en la Llanura Infinita.


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Fotografia XPQ
Luego seguire escribiendo sobre la Llanura Infinita.

De origen desconocido.

Todo comenzó… no les mentiré, no tengo idea de cómo comenzó y apostaría mi pellejo a que nadie sabe como comenzó.
Era febrero. Buenos Aires ardía bajo un sol de esos que son pura luz. Que se ocultan entre las nubes asesinando tu cordura y empapando tus pies. La noche anterior había llovido y los relámpagos que entraban a ratos por mi ventana no me dejaron pegar un ojo. Me fumaba un cigarrillo en el patio interior del hostel, dejando los minutos pasar; observando a la preciosa chica sentada en el pc; pensando en las cervezas guardadas en el refrigerador… tratando de olvidar la distancia. Tratando de olvidar el olvido. Siempre he tenido que hacer un gran esfuerzo para no perder el peso y elevarme al espacio exterior. Trato de concentrarme en mi centro y enraizarlo hacia el centro de la tierra. Entonces frunzo el ceño y miro al infinito. Me imagino que la gente me mira extrañada y piensa que soy un tanto grave. Que soy un poco antisocial. Puede que no se equivoquen del todo. Pero en fin, me he desviado de la historia, para variar.
Corría una brisa que refrescaba un poco, o, al menos, se llevaba el humo del cigarrillo, lo que ya es aligerar un poco el ambiente. Entonces lo noté. Al principio creí que sólo se trataba de una de esas malas pasadas que me juega mi mente.
Las hojas de las plantas no se movían. No se mecían suavemente con la brisa como sería lo usual. No se movían ni siquiera un ápice, como sería lo usual.
Comencé a inquietarme. Era como si se hubieran detenido en el tiempo. Me acerque para examinarlas, como si creyera que tenían un desperfecto que yo podría arreglar, con la piel apretada reteniendo un escalofrío que me negaba a liberar. Fui entonces por un vaso de jugo para relajarme, pero no podía evitar mirar de reojo, a través de la puerta, la perturbante quietud de sus hojas. Sentía como si de ellas emanara el silencio aterrador del que he huido toda mi vida. La pesadilla constante del vacío que no estoy listo para enfrentar.
Nadie en el hostel parecía notarlo. Ella sequia en el pc sonriendo a las noticias que recibía de tierras lejanas. De vez en cuando, alguien atravesaba el patio en busca de un vaso de agua o algo de comer. Y yo no podía dejar de mirar las plantas con el corazón en la garganta. Sintiendo como alargaban sus invisibles tentáculos para arrastrarme con ellas a la nada.
Prendí otro cigarro y subí la escalera que conduce a la terraza esperando encontrar algo de aire. Arriba el sol me daba de lleno y el sudor me pegaba el pelo en el rostro. Miré el transito ininterrumpible de la av. Corrientes. A las cientos de personas atravesando impávidas las calles. Ajenas por completo a lo que se estaba gestando en el universo. El centro mismo de la tierra se había paralizado lanzando un último estertor que endureció hasta el más fino ramaje. Hasta la más diminuta de las raíces.
Me sentí atrapado. Todo Buenos Aires ardía y la muerte estiraba sus enredaderas en una sola dirección. La mía. Se enroscaba entre mis pies y me tragaba en la más absoluta calma sabiendo que yo no tenía a donde huir. Siguieron mis manos. El silencio era tragado por mis poros invadiendo cada célula. Despojándome de toda humanidad. Encerrando de a poco mi energía. Asesinando la inmortal esencia que llamamos espíritu. Cuando llegó al cuello dejé de luchar. No quedaba una gota de oxigeno en mi interior. La brisa mecía mi cabello y se me metía en los ojos. El calor danzaba sobre mi piel recordándome lo poco de ella que aun me pertenecía. Le siguió un crujido y luego, la Nada. La expansión infinita. La carencia absoluta de cohesión. De fuerza alguna que guiara mi inercia. La explosión de las partículas elementales que se disolvieron en el todo.
Entonces volví… y seguía sentado en el patio interior con el cigarro consumido hasta el filtro y la misma chica frente al pc. Y yo terminaba de escribir la historia más absurda de todas. Una sobre silencio y plantas que no se mueven.
No sé cómo comenzó todo. Quizás con un cigarro o un masetero lleno de plantas. O quizás una chica sentada en un pc. O quizás con el silencio. O quizás, solo quizás, con las plantas que, durante un instante extremadamente corto, se quedaron quietas.

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