El Suicida

¿Qué más daba? Ya le habían quitado todo, amigos, hermanos… a ella. El container se tambaleaba y las cajas a su alrededor caían como en una coreografía burlona. Los golpes le hacían imaginar un bombo de batería de algún viejo tema ya olvidado. Olvidado. Sonrió al pensar en eso. Un hombre no debía jamás sobrevivir a todo lo que conocía. A todo lo que lo conocía. Un hombre no debía jamás sobrevivir al olvido y sin embargo él lo había hecho. Nadie quedaba ya para llorar su muerte. Y no es que él haya llorado alguna, pues los hombres como él no lloran. No por ideas anquilosadas en arcaísmos absurdos, sino tan solo, porque nada parece ser motivo suficiente.

El odio lo invadía. Un odio tan profundo que hubiera hecho estallar a cualquiera. Un odio que no corría en ninguna dirección. Un odio al todo. Odiaba los ojos de Dios. Entonces, por una rendija miro al cielo y en un instante el odio reventó sus neuronas liberando un torrente de recuerdos – incluso inexistentes – y sólo uno se quedó en su retina. Algo que leyó alguna vez cuando el mundo era otro y sus sueños los mismos. Algo sobre un hombre genial, un hombre que le dio la respuesta a “eso” que lo atormentaba. Un hombre que, sin embargo, jamás conoció y cuyo nombre nunca pudo recordar.

Tomó la vieja escopeta y le metió el último cartucho que le quedaba. Puso la punta del cañón en su pecho, justo donde – se suponía – estaba el corazón. Había olvidado como se sentían los latidos… entre otras cosas. Cerró los ojos y respiro profundamente. ¡Tú no puedes despedirme! Yo renuncio…

Entonces tiró del gatillo.

El dolor fue tan intenso que apenas pudo sentir el estallido. Aún estaba con los ojos apretados cuando cayó en la cuenta de que seguía respirando. ¿Tan lenta era la muerte? Cuando los abrió, vio que su pecho estaba rojo, pero no sangraba. Lo único que pensó en ese momento fue en que el que le vendió los cartuchos era un maldito hijo de puta. La pólvora estaba vencida y no explotó con suficiente fuerza como para atravesarle los perdigones, pero si con el suficiente calor como para dejarle una quemadura que lo acompañaría hasta su muerte. Una marca por la que sus nietos harían preguntas y que observaría frente al espejo cada día de su vida.

Tiró la escopeta con todas sus fuerzas. Y entonces notó que ya no sentía odio. Muy por el contrario, lo invadía una paz inexplicable. Volvía a ser el de antes. Se reía a carcajadas pues no podía creer lo que acababa de suceder, pero un nuevo golpe contra las pareces del container lo devolvió a la realidad.

Se puso de pie, tomo su hacha y limpio sus botas contra la pantorrilla. Primero una y luego la otra, casi con elegancia.

A la mierda con ellos, pensó, a la mierda con todo. Y de una patada abrió la puerta. Afuera el sol brillaba con fuerza sobre nubes púrpuras. El primer golpe se lo asestó en la cola. El rugido fue atronador.

Sonrió una vez más.

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