Cuando uno no sabe como decir algo... siempre habra alguien que lo haya dicho mejor...
Un pedazo de Nana de quebranto, Marea
Peleándome con mi cabeza no me gana nadie,
le falta cordura, me sobra vinagre,
y mala follá, y una boquita muy bien afilá,
que prefiere triscar en la hierba
antes que rendirle cuentas al aire
Si te quedas conmigo aquí, sabrás que mi palabra
viste de rojo carmesí,
dale cordel a su trajín, saldrá de mis entrañas
lo que vuelve en oro el serrín
o en más sangre con la que escribir.
20090127 | Vomitado por Carpenter a las 16:20 0 comentarios
Y sus ojos de pronto se volvieron infinitamente luminosos y abrieron para él una puerta en medio del vacio. Por una tarde, unas horas, un instante, el dejo de ser quien dijo ser, y se guió por el deseo mas sincero que jamás había atravesado su alma.
Mientras se fuma el último cigarrillo, observa la luna que muere con sonrisa burlona, como recordándole que se le agota el tiempo. Pero él le sonríe de vuelta, porque le importa una mierda. Porque hoy, por primera vez en su vida, ha hecho lo que debía hacer, aun cuando arriesgara demasiado para su moral desgastada.
20090120 | Vomitado por Carpenter a las 10:02 0 comentarios
Naturaleza: De la mente a la tecla...
Dragones
La pequeña Amata no dejaba de llorar. Su padre golpeaba con una pala el candando del granero mientras su madre la sostenía en brazos.
- Dile a papa que no le haga daño – suplicaba la niña.
- Vamos Amatina, porque no le dices que es lo que hay ahí dentro – decía la madre mientras trataba de tranquilizarla – ¡Eh Dino!, solo debe ser otro cane que la niña encontró por ahí.
- ¡Ya le he dicho mil veces que no traiga más animales! – exclamó el padre - ¡que con vacas, puercos y patos ya nos basta!
Después de un buen rato forcejeando con la pala al fin cedió la cerradura. La luz inundó el interior del granero pero nada logró ver el padre. De pronto un alarido rompió con la relativa calma de la granja y de entre los fardos de paja salió tambaleante un pequeño dragón. Su chillido, que parecía provenir del mismo infierno, provocó un intenso escalofrío en los padres de la niña.
- ¡Es un bebé papá!, ¡es un bebé! – Lloriqueaba la niña – No nos hará daño.
El padre estaba atónito, apenas dio un paso atrás y tropezó con una piedra. El pequeño dragón no tenia fuerzas ni para sostenerse de pie, pero su chillido era tan vigoroso que el terror atravesó al granjero por completo.
- Lo… trajiste… trajiste un… Dios mío… - dijo entre dientes.
Pero era tarde para lamentarse, la granja estaba ya rodeada por dragones buscando la cría que habían perdido. Se acercaban a toda velocidad atravesando las siembras y posándose sobre el techo del granero, sobre la casa y en las caballerizas. Extendían sus alas para infundir aun más terror, como enormes buitres vigilando su comida. Sus pequeños ojos se movian rapidamente entre la pequeña criatura y los humanos que parecian amenazarla. La madre no dejaba de tiritar mientras sostenía a la niña contra su pecho. El padre se giró hacia ella buscando los ojos de la hija. Nos mataste, era lo que quería decirle. Pero la mujer se volteó para ocultarle a Amata el rencor de su padre.
- Es solo una niña Dino…
20090113 | Vomitado por Carpenter a las 22:34 0 comentarios
Naturaleza: Cuentos
El Suicida
¿Qué más daba? Ya le habían quitado todo, amigos, hermanos… a ella. El container se tambaleaba y las cajas a su alrededor caían como en una coreografía burlona. Los golpes le hacían imaginar un bombo de batería de algún viejo tema ya olvidado. Olvidado. Sonrió al pensar en eso. Un hombre no debía jamás sobrevivir a todo lo que conocía. A todo lo que lo conocía. Un hombre no debía jamás sobrevivir al olvido y sin embargo él lo había hecho. Nadie quedaba ya para llorar su muerte. Y no es que él haya llorado alguna, pues los hombres como él no lloran. No por ideas anquilosadas en arcaísmos absurdos, sino tan solo, porque nada parece ser motivo suficiente.
El odio lo invadía. Un odio tan profundo que hubiera hecho estallar a cualquiera. Un odio que no corría en ninguna dirección. Un odio al todo. Odiaba los ojos de Dios. Entonces, por una rendija miro al cielo y en un instante el odio reventó sus neuronas liberando un torrente de recuerdos – incluso inexistentes – y sólo uno se quedó en su retina. Algo que leyó alguna vez cuando el mundo era otro y sus sueños los mismos. Algo sobre un hombre genial, un hombre que le dio la respuesta a “eso” que lo atormentaba. Un hombre que, sin embargo, jamás conoció y cuyo nombre nunca pudo recordar.
Tomó la vieja escopeta y le metió el último cartucho que le quedaba. Puso la punta del cañón en su pecho, justo donde – se suponía – estaba el corazón. Había olvidado como se sentían los latidos… entre otras cosas. Cerró los ojos y respiro profundamente. ¡Tú no puedes despedirme! Yo renuncio…
Entonces tiró del gatillo.
El dolor fue tan intenso que apenas pudo sentir el estallido. Aún estaba con los ojos apretados cuando cayó en la cuenta de que seguía respirando. ¿Tan lenta era la muerte? Cuando los abrió, vio que su pecho estaba rojo, pero no sangraba. Lo único que pensó en ese momento fue en que el que le vendió los cartuchos era un maldito hijo de puta. La pólvora estaba vencida y no explotó con suficiente fuerza como para atravesarle los perdigones, pero si con el suficiente calor como para dejarle una quemadura que lo acompañaría hasta su muerte. Una marca por la que sus nietos harían preguntas y que observaría frente al espejo cada día de su vida.
Tiró la escopeta con todas sus fuerzas. Y entonces notó que ya no sentía odio. Muy por el contrario, lo invadía una paz inexplicable. Volvía a ser el de antes. Se reía a carcajadas pues no podía creer lo que acababa de suceder, pero un nuevo golpe contra las pareces del container lo devolvió a la realidad.
Se puso de pie, tomo su hacha y limpio sus botas contra la pantorrilla. Primero una y luego la otra, casi con elegancia.
A la mierda con ellos, pensó, a la mierda con todo. Y de una patada abrió la puerta. Afuera el sol brillaba con fuerza sobre nubes púrpuras. El primer golpe se lo asestó en la cola. El rugido fue atronador.
Sonrió una vez más.
Vomitado por Carpenter a las 22:30 0 comentarios
Naturaleza: Cuentos
No siento las manos
Puede que si… que este perdiendo la memoria. O quizás solo es que soy un poco distraído. Lo se, no es normal, ¿pero finalmente quien lo es? Ayer vino Don Manuel, preguntó por ti. Le dije que andabas de compras. Nos fumamos un par de cigarrillos y hablamos de los viejos tiempos. De mi padre. De cómo él y Martina salían en el coche de mi abuelo y corrían en la pista junto a la carretera. Dicen que Martina se pegaba a la puerta del copiloto agarrada del antivuelco y lo miraba como una serpiente alucinada toda la carrera. Que no pestañeaba ni un segundo. Dicen.
Don Manuel extraña los canutos que plantaba mi padre. Dice que eran plantas esplendidas, realmente preciosas. Dice que sabían muy suave y que te transportaban a otro mundo. Quizás Martina se había fumado algunas antes de la carrera. Ella siempre se fuma muchos porros. Si, su rostro adquiere entonces esa expresión angelical. ¿Puedes verla? Los labios levemente abiertos, sus enormes ojos de pestañas extremadamente crespas. Me mira, me mira. No se bien que es lo que me mira, pero es algo en mi. Quizás espera el momento en que muerdo el cigarrillo en las curvas demasiado pronunciadas. Tengo esa mala costumbre.
Martina murió… ¿Lo sabias? De algo entre sus pechos. Yo siempre supe que algo había ahí, algo frio. Pero temo decírselo. Es que es tan dulce, tan buena. Anoche me compró unos guantes. Me gustan las carreras sabes. No estoy seguro de cómo comencé con eso. Ha de ser cuando choque con ese poste.
Don Manuel me dio unas pastillas para el dolor. Pero no me las tome, el es buen tipo, pero no sabe nada del dolor. Nada del dolor… El dolor es como… como… Como las nubes… ¿Las has mirado bien? A veces me las quedo mirando. Surcan el cielo, solitarias, pero a ratos se empiezan a juntar, y no te das ni cuenta cuando ya han tapado el sol. El dolor es como eso, pero algo diferente. Menos almidón y más electricidad. ¿Por qué Martina no esta aquí?, Andresito no puede dormir por las noches.
Sabes… Ayer vino Don Manuel. Suele sonreírme y hablarme de cosas. Aunque ahora no las recuerdo bien. Me han dicho que estoy perdiendo la memoria. Pero lo único que perdí fue esa carrera. La del… 97 quizás… recuerdo sus ojos. Martina lo miraba con esa expresión y yo estaba sentado atrás. Mirando las nubes. Como algodón. Como aspirinas que se tragan sin agua. Y entonces el accidente. ¡Lo mate Martina! Dios… no debí llevarlo a la carrera. Lo mate… yo lo mate… yo lo mate… lo mate…
Pero… no cometeré el mismo error dos veces… te lo prometo… se lo prometo a los dos… mañana ganaré esa carera. Sólo, debo encontrar la forma de salir de aquí.
20090109 | Vomitado por Carpenter a las 0:22 3 comentarios
Naturaleza: Cuentos, De la mente a la tecla...
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