Intercuento

No alcanzó a abrir la tapa del libro que llegó aquella mañana desde la editorial. El sobre decía claramente el nombre de su marido bajo el destinatario, pero ella era su esposa después de todo. Siempre había abierto primero las copias que le enviaban, lo que nunca había molestado a su esposo. No era una ávida lectora, sin embargo, quizá por un extraño sentimiento de deber, solía leer todo lo que su esposo escribía. Y le gustaba, o eso creía, pero puede ser que de lo contrario se hubiese sentido culpable. Así actúan las esposas a veces, o los amigos, o cualquiera que se diera más a la compasión que a la dureza.
Retiró el envoltorio con cuidado; lentamente jaló la cinta adhesiva; estiró los pliegues como si, de cierta forma, tuviera la lejana intensión de volver a ponerlo en su lugar sin que él se diera cuenta. Luego deslizó fuera el libro y se detuvo a contemplar la portada. Una silla apenas iluminada en medio de la oscuridad, con una mujer sumida en la sombra sosteniendo en la mano una copa quebrada.
No alcanzo a abrir la tapa del libro para saber de lo que se trataba. Se lo dijo el vértigo que sintió cuando una mano invisible e implacable la arrastro hasta el centro de la tierra. Hundida bajo el peso de la verdad. Lo peor de todo, es que no había sido él quien le había mentido, al final (lo sabía con claridad) había sido ella misma la que pasó por alto quién era realmente el hombre con quien se había casado. Él no era un mentiroso. Ella sí. Y lo odiaba por eso. Porque, al final, él la arrastro a eso. Él, con su sequedad aturdidora, con su lenguaje perfecto y su labia convincente. Él, con su seguridad narcisista y su mirada penetrante que no discrimina lo bueno de lo malo, lo secreto de lo público, porque para él todo es digno de ser recordado y relatado. Sólo existe un adjetivo en su vida: Interesante. No importa si se jode a alguien en el camino.
Leyó la primera página, y lo cerró para siempre. Con ira arrancó las hojas dejando en la habitación un reguero de papel picado. Tomó un cuchillo de la cocina y se sentó frente a la puerta de entrada a esperar que llegara de su “borrachera editorial”. Esta vez no lo pasaría por alto. Esta vez sí la escucharía, oh si, la escucharía. Toda una vida actuando como la esposa perfecta. Creyendo que juntos habían dejado el pasado atrás. Pero el jamás lo había olvidado, y ahora se lo restregaba en la cara, la exhibía desnuda ante el mundo entero. Pero esto no se iba a quedar así. Dios sabía que no se quedaría así.

El combate

Las nubes púrpuras repletaban el cielo ocultando tras ellas un sol anaranjado. Entre los abetos, el caballo negro cabalgaba a toda velocidad, mas por temor que por las ordenes de su jinete. Sus crines se balanceaban lanzando al aire gotas de sudor que se estrellaban en el rostro de la joven Amalia. En las alturas un halcón los seguía, anunciando la presencia del peligro. En ese instante Andréu, supo que de esta no saldría con vida. Maldición, lo único que se le ocurrió fue que su hija se quedaría sola.
- Amalia…no temas… - trato de susurrarle al oído, pero su voz se perdió entre los golpes de herradura.

Tras ellos, todas las aves se alzaban en vuelo, el bosque entero se cargaba de un terror que estremecía incluso las raíces de los árboles. Al llegar a un claro, el caballo resbalo entre las hojas que tapaban el fango. Un rugido atronador paralizo el tiempo por completo. La criatura les había alcanzado. Andréu se incorporo de inmediato desenfundando su espada. Su rostro adquirió de inmediato una severidad y una paz que solo se obtienen con los años y el combate. Cada uno de sus movimientos estaba ahora inmersos en la concentración de la batalla. Olvido por completo el dolor en su pierna. Sopesaba los ojos de su enemigo, pequeños y negros, hundidos en las cuencas de su rostro alargado. El berserker se alzó frente a él, brutal, imponente. Su larga cola se bamboleaba de un lado a otro reflejando el cielo. Sus cientos de pequeños dientes le conferían el aspecto terrible de algo parecido a una sonrisa burlona. Sus manos extendidas, movían los dedos como un vaquero apunto de desenfundar su pistola.
Andréu se volteo hacia su hija, y con una mirada le dijo todo lo necesario. Todo lo que ella ya sabía. Ella por su parte, le devolvió la mirada tratando de decirle que no, que aun había oportunidad, que ella también podía combatir, que huyeran juntos, que la ciudad no estaba lejos… que no la abandonara. Sin embargo, cuando su padre daba una orden, no había pero que valga. Amalia subió al caballo. Su padre se quitó el guante de cuero y se lo entregó, luego golpeo al caballo que partió a toda velocidad hacia la ciudad.

El sol se ocultaba entre las montañas, y las lágrimas de la chica caían sin cesar. El viento transmitía rumores de copa en copa, se contaban sobre lo ocurrido. Se compadecían de los pobres humanos. Amalia volteo una ultima vez, para ver, a lo lejos, la figura de su padre, luchando contra la bestia. Quiso volver, pero el caballo no le hacia caso. Él sabía mejor que nadie lo que su amo deseaba. No podía fallarle, desde ahora, debía cuidar a la muchacha. Era lo único que podía hacer por él.

Cabalgaron alrededor de diez minutos. Amalia trataba de convencerse de que su padre lo lograría. Después de todo, ya muchas veces lo había hecho. ¿No era él Andréu Salieri, el gran cazador?. Pero la herida en su pierna... y la enfermedad que le consumía desde hacia un par de meses. Mierda… luchó contra su imaginación cuando en su mente se proyecto el horrendo final que le esperaba a su padre. Ya lo había visto antes… los berserkers no mataban como las otras bestias salvajes… eran extrañamente malvados. Como si disfrutasen ver sufrir a sus victimas. Criaturas surgidas desde el mismo infierno. Finalmente, la lagrimas terminaron por apagar sus ansias de volver y la muchacha dejo que el silencio mortuorio del bosque la cubriera con su manto de resignacion.

El desconocido

Y en ese instante, su cuerpo se estremeció por completo. Un escalofrío que le recorrió la espina y se alojo en sus pechos le impidió articular palabra alguna. La mano le temblaba, sudaba frío, su respiración estaba agitada y su corazón a punto de estallar. Abrió levemente la boca temiendo perturbarlo siquiera un poco. Sentía los labios secos y la lengua inquieta. Tuvo miedo de abrir los ojos. Sabia cuan cerca estaba él. Su sangre ya le reventaba las venas y una explosion de adrenalina repleto sus sentidos cuando la tomo por el cuello. Entonces lo beso… por primera vez lo besó. Lo besó con la avidez de quien sabe que no hace lo correcto.



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Cuento viejo

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