Despertar

Caminó a casa, o al menos eso creía él. En realidad el destino jamás estuvo fijado, quizás la dirección, pero no el destino. No podría saberlo, ¿como saber a donde vamos? Porque, claro, el quería ir a casa, pero el planeta gira aun cuando no queramos. Quien sabe si era su casa la que se acercaba a él, pues caminaba con el sol poniendose entre las montañas, justo en frente, cuando apenas podía ver las personas a contraluz. Pero la casa ahora da lo mismo, porque no llegó ahí, aún cuando esta se le estaba acercando y él realmente no se moviese. Maldita relatividad.

El destino no nos espera ni vamos a buscarlo. Nos persigue y siempre nos encuentra. Como creyó comprender cuando vió No Country For Old Men, pero como siempre pasa con esas películas que pocos entienden y aun así quedan con la sensacion de haber visto una buena película -o puede ser también que el hecho de no entenderla te obliga a asumir que lo es- la moraleja, aunque grabada, se nos pierde en el interminable archivo de buenas moralejas, que si algún día desempolvaramos seriamos, probablemente, personas santas o al menos iluminadas.

En aquella tarde de invierno, sin frío y sin lluvia, sin hojas en los arboles e igual de gris que cualquier otro día lluvioso, contestó a su celular.


- Hola...

-Hola, soy Dios, pero tranquilo, no soy el hijo de perra que creías que soy, ya entenderás por qué las cosas funcionan así, solo ten paciencia...



Luego colgaron. Bastó solo eso para que la vida fuera otra. Para que saliera, por primera vez, luego de treinta años de encierro, de esa habitación. Treinta años en los que su autismo casi absoluto solo le permitieron ayudar a su padre en la construcción de sillas y mesas. Desde su complicado nacimiento, en el que su madre casi había muerto, por miedo a represalias de los que creyeran que el chico estaba poseído, lo ocultaron en aquella habitación. Y por primera vez, notó donde estaba. La casa era pequeña y cuadrada, de una sola planta, hecha por completo de barro y piedras.

Su piel era tan blanca como las paredes cubiertas de cal y sus ojos se veían mas claros que los del resto. El contacto con el exterior hizo que lagrimeara, lo que le confería un aspecto de extremada inocencia. Su voz, era la de un niño.

Salio, besó a su madre, que no paraba de llorar, abrazó a su padre, y se alejo de casa.

Su primo, emocionado al verlo hablar como una persona normal, lo bautizó en las aguas del río Jordán. Sólo entonces comprendió su destino. Y lo aceptó.

Cero

-273ºC. La temperatura (¿temperatura?) bajo la cual las partículas se detienen por completo. El cero absoluto. Ausencia total de calor. A esa temperatura llegó su espíritu el día en que la vió besando a otro. Ni un solo gesto se dibujó en su rostro. Ningún sentimiento afloró ni hubo lágrimas, ni nada que se le parezca. No hubo temblores, no vio nada. El mundo no le pareció diferente, ni se sintió caer en un pozo. No oyó el silencio, ni percibió el aroma de la lluvia otoñal. No estaba ahí, en esa calle perdida de hormigón y hojas secas. No se disculpó con la señora del coche a la que le obstaculizaba el paso, ni puso atención al ciego que caminó hacia él para pedirle limosna. Olvidó por completo el peso del regalo que le había comprado. Para qué nombrar al cigarrillo que se consumía hasta quemarle los dedos. Los perros no ladraban y el viento no le removía el cabello. 0º kelvin. No recordó como llegó caminando a casa. Ni cuando saludó a su madre. No recordó el momento en que se sentó en su mecedora, la mecedora de su abuelo. No notó siquiera cuando tomó su lápiz y se puso a escribir poesía. Cero absoluto, escribió en el primer verso. Un regalo aguardaba en su envoltorio que tan cuidadosamente había hecho. Un regalo para nadie, que se cubrió de polvo hasta que su hermana pequeña se lo quedó. Nunca se preguntó por qué la había borrado de su MSN, ni de su celular, ni por qué sus amigos tan extrañamente no volvieron a tocar el tema, ni por qué su madre no volvió a preguntar por ella, ni por qué al mirar el identificador de llamadas decidiese – lo que nunca hacía – no contestar. Porque nunca la había besado, ni habían dormido juntos, ni habían hecho planes para ir a Madrid. La única pregunta que se hacía, era qué significaban: aquel sueño y la mirada de una desconocida... sus ojos en él clavados al saberse descubierta.

Tempus fugit

Sus pasos acortaban veloces -insuficientemente veloces- la distancia infinita. Constantemente miraba su reloj Casio, un viejo regalo de sus padres. Las personas necesitan relojes que les permitan controlar sus propios tiempos. Sin embargo, para Marco, su reloj solo le indicaba como el suyo se escapaba. Hacía tan solo unos minutos, no muchos, los segundos se alejaban demasiado rápidos, ligeros tal vez, y él era incapaz de atraparlos y hacerlos alcanzar. Ahora en cambio eran lentos. Ahora que ya era tarde y que ya comenzaba a sudar de caminar tan rápido. Chequeaba otra vez el reloj, contando cada segundo que deslizándose le gritaba que ya no había tiempo. Nada nuevo para él, que siempre estaba atrasado. Una especie de maldición que arrastraba desde hacia ya muchos años. Demasiado tiempo fugado. Y otra vez el reloj.

Alzó la mano y esperó. La micro se detuvo, presta a atravesar el tiempo que ya no tenía, a acercarle a su destino, que ya no era tal, pero que en otro tiempo lo había sido, minutos atrás. Y Marco debía ir hacia él, aun cuando ya solo quedase el silencio que siempre sobreviene a la tardanza, a la demora, al tiempo ido. El silencio que hace eco de su voz gritándole a su vida que no corra unos minutos delante de él. Atrasado como estaba, -diablos ya iban más de cuarenta minutos, cincuenta segundos y el tiempo seguía corriendo- no notó el momento exacto en el que comenzó a blasfemar. Pero eso apenas importaba, porque cuando se detuvo la micro, bajó de un salto y, superado ya el sopor del primer tramo caminado, se aprestó a continuar el resto.
Se dirigió a la plaza junto al casino. Conciente de que solo hallaría el vacío que deja el destino cuando se cansó de esperarnos. No pudo evitar sonreír al ver pegado en la pared un afiche con la frase “Viña es tu tiempo”. Quizás “viña, es tu tiempo”, otra cosa que no importaba.

Al llegar a la banca, en la que tenía que haber estado hacia ya muchos minutos- más de cincuenta- pudo sentir aun en el aire la presencia (ausencia) de la que había estado esperándole menos de cincuenta y algo minutos. Quizás cuarenta y ocho. Y Marco no pudo evitar- aunque lo hubiese querido- imaginarla caminando sola, a no mas de tres cuadras de ahí, con las manos metidas en el abrigo beige, con su pelo rojizo y sus labios balbuceando silenciosas maldiciones para el que le había hecho perder su tiempo. Su preciado tiempo.

Aun así, se sentó en la banca, no porque tuviese la esperanza de que ella volverí0a, ni porque creyera en la posibilidad- que aunque mínima, existía- de que ella estuviese mas retrasada que el, caminando rápido en alguna calle mas o menos cercana. Una vez más miró su reloj. El maldito reloj. Ese Casio que le recordaba las mil y un veces que había dejado pasar el tiempo, incluso con sus cuatro minutos adelantado para obligarse a salir antes de casa. Y se dispuso a esperar, una hora quizás, una y treinta mejor. Porque tenía que redimirse, pagar por el tiempo de ella. Luego - ya habría tiempo - le llamaría para pedir disculpas.

Miró nuevamente su reloj y se quedó en compañía del silencio sabiendo que, ahora, el segundero correría lento. Eternamente lento.

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