Se preguntó esa mañana por qué diablos todos los días eran un buen día para morir. A pesar de haber elegido esa vida no le agradaba la idea. Jamás se había acostumbrado. Tanto le costaba que solía acompañarlos hasta su último suspiro. Algunos esperaban que les dijeran que sus almas descansarían en paz, otros querían un abrazo, sentir calor mientras el suyo se alejaba en un río de sangre y lágrimas. Otros, sólo querían conversar, de lo que fuera, de viejas historias o de alguna buena receta. Así fue como aprendió a preparar su café irlandés y aquel estofado que tanto le gustaba. Su experiencia con la muerte era tan constante que ya no veía a las personas como seres vivientes sino como Aun-no-muertos. Y aún así, él no estaba listo para morir, porque a sus años había comprendido que nadie lo estaba... jamás. Todavía soñaba con enamorarse, con el yate, con el departamento en Nueva York. Pero a los cincuenta y cuatro años, difícil seria conseguir algo de eso. Quizás podría haber rentado el yate.
Esa mañana como todas, prendió su computador y revisó el archivo del nuevo trabajo. Ya apenas miraba el nombre, no le importaba memorizar las características de su objetivo. Le bastaba con saber a que hora encontrarlo en tal o cual lugar. Era tan rápido, tan preciso, tan silencioso, que desde hacía años sólo usaba una bala por objetivo. Había dejado la costumbre de usar chaleco, de usar guantes, de llevar cargadores extra o tener un cuchillo por si acaso. También la costumbre de fumar.
En algún punto se su carrera notó que nadie le buscaba, como si el mismo Dios le ayudara a pasar desapercibido. Como si nadie extrañara a esos tipos que había matado. Como si nadie lo extrañara a él.
Y sonrió al darse cuenta de que ahora era su turno, y que moría de una forma que nunca pudo imaginar. Sonrió porque no sentía el peso del auto oprimiendo sus intestinos, ni las manos de los paramédicos dándole bofetadas para que no perdiera la conciencia. Sonrió, porque no había sacado la pistola del auto, y probablemente lo identificarían como un detective retirado por el que nadie lloraría. Lo enterrarían los de la institucion, en un mausoleo que nadie visita, lleno de nombres que no pertenecen ni a la historia. Sonrió porque escribirían en su lápida una misiva relacionada con el honor y el esfuerzo. Algo sobre justicia y ley. Sonrío porque no estaba listo para morir. Quería llorar, pero no podía hacer más que sonreir.
Hace frío y puede que llueva más tarde, yo siempre te recuerdo con más
intensidad cuando llueve. Tengo incluso la absurda preocupación de pensar
que puedes...